Esta semana se celebró el Día del Campesino en Lambayeque. Hubo una pequeña celebración pública, pero hoy todo sigue igual. Los campesinos peruanos se levantan antes del amanecer, sin apoyo del Estado.
Más de 2 millones de peruanos viven del campo. Alimentan al país con su esfuerzo. Y sin embargo, siguen siendo tratados como ciudadanos de segunda categoría.
Porque mientras en Lima aplauden al agro en los discursos, en Lambayeque los hombres y mujeres del campo siguen esperando lo más básico: caminos en buen estado, precios justos, acceso a agua y semillas de calidad.
¿Cuántos de esos campesinos podrían ser agroexportadores si tuvieran el respaldo del Estado? ¿Cuántos podrían dejar atrás la pobreza si se invirtiera en ellos como se invierte en los lobbistas de siempre?
Pero no. Año tras año se celebra al campesino sin respetarlo. Sin escucharlo. Sin incorporarlo a un modelo de país que sí funciona para la mafia caviar que lo controla, pero no para los que trabajan la tierra con las manos.
Lo cierto es que el agro no necesita más aplausos, necesita iniciativas como el Proyecto de Irrigación Olmos. Necesita un Estado que no lo vea como una postal, sino como un motor de desarrollo. Porque en cada campesino hay un empresario dormido, esperando una oportunidad para crecer, producir más y salir adelante.
Es momento de pasar de la palabra al hecho. De la foto al proyecto. De la promesa al cambio. El Perú rural necesita respeto, inversión y futuro. Y ese futuro empieza por cambiar el modelo que los ha tenido olvidados durante décadas.