Cuando alguien desobedece al Congreso y se esconde tras de su red de corrupción, ya no estamos frente a un personaje público, estamos frente a un operador político. Gustavo Gorriti, quien por años ha movido los hilos del Ministerio Público, las ONG y medios de comunicaciones, ahora se niega a dar la cara. Se rehúsa a declarar ante la comisión que investiga el acuerdo entre la Fiscalía y Odebrecht. ¿Por qué? Porque sabe que si habla, se cae el castillo de naipes.
En el Perú no deberían existir ciudadanos de primera y de segunda categoría. Pero hoy, parece que somos 33 millones tratados como de segunda categoría… y uno solo que se comporta como si estuviera por encima de todos. No es presidente, ni congresista, ni fiscal. Es el verdadero jefe de la mafia caviar.
Es el rostro de una élite que se cree intocable. Durante más de dos décadas ha protegido a los suyos, ha callado los casos que no le convienen y ha instalado una narrativa que le sirve a sus intereses. Y ahora que le toca rendir cuentas, se escabulle. No acude, no responde, no da explicaciones.
Han secuestrado el sistema. Eligen a los jueces, manipulan los fallos, deciden quién va preso y quién queda libre. Pero eso no es todo. También deciden quién puede trabajar, quién debe callar y, en el extremo más brutal, quién vive y quién muere. Esa es la podredumbre del poder cuando cae en manos de una mafia. Y hoy, esa mafia tiene nombre y rostro: la caviarada enquistada en la justicia peruana.
La justicia no puede tener favoritos. O todos rendimos cuentas ante la ley, o el sistema se termina de podrir. El silencio de Gorriti no es prudencia, es cobardía. Y en el Perú de hoy, esa cobardía cuesta caro, porque no se puede hablar de justicia mientras sus operadores más oscuros se esconden tras la impunidad.
