El transporte público en Lima se ha convertido en un campo de batalla en donde los choferes de buses y combis son las principales víctimas de la violencia. El saldo es devastador: el 85% de los heridos y el 70% de los asesinados en los últimos ataques son conductores. Detrás de cada volante hay una familia que teme no volver a ver a su padre, hermano o hijo al final del día.
Pero la tragedia no termina ahí. Cada vez que un bus es atacado, los pasajeros también quedan expuestos. Viajar en transporte público debería ser un derecho seguro y digno, pero hoy significa arriesgar la vida en medio de la guerra de mafias que cobran cupos, amenazan y disparan a sangre fría.
Lo más alarmante es que los propios gremios de transporte han advertido que, ante la falta de protección del Estado, están evaluando armar a los choferes. Una señal desesperada de que el sistema se les fue de las manos a las autoridades. En lugar de soluciones reales, los conductores y usuarios sienten que están solos y cansados de que las instituciones del Estado estén en disputa y no solucionen este grave problema.
El transporte público es el músculo que mueve la ciudad. Si choferes y pasajeros siguen viajando bajo fuego, no hablamos solo de inseguridad, hablamos de un Estado ausente que ha renunciado a garantizar lo más básico, la vida de su gente.
