Lo que comenzó como una expresión de descontento se ha transformado en una herramienta de presión política. Las organizaciones criminales han aprendido a infiltrarse en las marchas, usando a los jóvenes como escudo y arma al mismo tiempo, entrenándolos para provocar enfrentamientos y sembrar miedo. Así, los que realmente pagan el precio del desorden son los de siempre. Los peruanos que trabajan, los que abren sus negocios cada día para sostener a sus familias.

En el Centro de Lima, cientos de comerciantes denuncian una caída constante en sus ventas por culpa de las marchas violentas y las amenazas del crimen organizado que se camufla detrás de las protestas.

“Ya nadie quiere venir al centro. La gente tiene miedo”, dicen los vendedores, que entre gases lacrimógenos, bloqueos y saqueos, ven cómo su esfuerzo se esfuma en horas. Cada marcha implica cerrar temprano o, directamente, no abrir los puestos. Detrás de cada cierre hay una familia que no come, un proveedor que no cobra y una cadena productiva que se rompe.

Las manifestaciones ya no son un reclamo, se han convertido en un negocio de violencia, donde los ciudadanos honestos terminan siendo las principales víctimas. A esto se suma la extorsión de bandas que exigen “pagos por seguridad” a comerciantes y emprendedores, aprovechando el caos. Es la combinación perfecta para destruir lo poco que queda del orden: delincuencia disfrazada de protesta.

El gobierno de transición intenta mantener el equilibrio, pero sin autoridad, presupuesto ni respaldo judicial, la calle se ha vuelto tierra de nadie. Si no se corta de raíz el vínculo entre el crimen y las protesta, el país no solo perderá el orden, sino también su base productiva, que son los pequeños empresarios que sostienen la economía real.

El Perú necesita manifestarse, sí, pero trabajando, produciendo y construyendo, no destruyendo. Porque mientras algunos gritan revolución, los que de verdad sacan adelante al país están detrás de un mostrador vacío, mirando cómo el ruido les roba el futuro.