En Nazca, la minería ilegal avanza a pasos agigantados, invadiendo zonas arqueológicas protegidas. Campamentos sin control, relaves y maquinaria pesada que dejan cicatrices en el patrimonio cultural de la humanidad. Lo peor es que todos lo saben, pero nadie actúa.
Mientras tanto, los verdaderos trabajadores del país —los mineros informales, que no contaminan y solo buscan una oportunidad de formalizarse— son los que reciben el castigo del Estado. Les caen fiscalizadores, operativos, exclusiones del REINFO y amenazas de cárcel, mientras los verdaderos depredadores del medioambiente operan con total impunidad.
¿Dónde están las autoridades y el Estado? ¿Dónde están los mismos fiscales que destruyen campamentos de trabajadores artesanales que ni siquiera tienen maquinaria pesada?
La verdad es clara: en este país, los grandes ilegales tienen padrinos, y los pequeños informales tienen que marchar para que los escuchen. El sistema está patas arriba.
La minería informal no es delincuencia. Es el sustento de miles de familias que quieren hacer las cosas bien, que quieren tributar, que quieren mejorar. Pero el Estado no los acompaña, los persigue. Y mientras tanto, los que contaminan a gran escala siguen avanzando con sus operaciones ilegales en total libertad.
Por eso es hora de hacer la diferencia: no se puede seguir metiendo a todos en el mismo saco. No se puede seguir persiguiendo al que quiere formalizarse y dejando libre al que envenena nuestra tierra.
El cambio de ciclo tiene que empezar reconociendo a los trabajadores honestos y persiguiendo a los verdaderos ilegales. No al revés.
