En el Perú nos hemos acostumbrado a que los políticos prometan salvarnos del mal ajeno, mientras ellos mismos cargan con manchas igual o peores. Arturo Fernández es el ejemplo más reciente. Un exalcalde de Trujillo que se presentó como justiciero en redes sociales, que hoy enfrenta una condena de prisión efectiva por difamación.
En su defensa, Fernández no se quedó callado. Denunció que su sentencia responde a la cercanía del nuevo Fiscal de la Nación con César Acuña, el mismo personaje al que se le ha acusado de corrupción y de manejar el gobierno regional como si fuera un negocio privado. Fernández sostiene que detrás de su condena hay un pacto de impunidad que protege a Acuña, y que lo perjudica a él.
La ironía es brutal. Mientras Fernández se prepara para la cárcel, Acuña, con un prontuario cargado de denuncias por corrupción, millonarios contratos cuestionados y una gestión ausente, sigue intocable, usando recursos públicos a su antojo y preparando su maquinaria política para seguir en el poder. No está ni cerca de la cárcel. Al contrario, sigue moviendo sus fichas para blindarse y crecer.
Lo más alarmante es que este mismo panorama se proyecta hacia las elecciones del 2026, ya que el mismo Arturo Fernández pretendía ser candidato presidencial. Nos venden la idea de que habrá un cambio, pero lo que realmente tenemos es una clase política enquistada, que se protege mientras hunde al país. La sentencia de Fernández, las denuncias contra Acuña y la podredumbre judicial es un espejo de la realidad en el Perú. El ciudadano común no tiene justicia, y los corruptos siguen riéndose de todos.
