En el Perú, la sensación de inseguridad no solo se vive en las calles sino que también se respira en los tribunales. Cuando un juez decide dejar en libertad a un alcalde que agredió violentamente a su pareja, el mensaje es tan claro como peligroso. La violencia puede salir caminando por la puerta principal, siempre que cuente con la venia del sistema judicial. Esto es un permiso para que el abuso siga repitiéndose, una y otra vez, con nuevos nombres y más víctimas.
El caso es indignante. El alcalde de Medio Mundo en Huaura, Diego Cadillo, fue denunciado por agredir físicamente a su pareja, frente a su pequeña hija de tres años. La Fiscalía pidió nueve meses de prisión preventiva, pero el Poder Judicial decidió negarla, argumentando que no existía riesgo suficiente. El agresor volvió a la calle y al cargo, mientras la víctima queda expuesta y la ciudadanía recibe otra lección amarga sobre cómo funciona la impunidad en este país.
Aquí hablamos de un patrón que erosiona la confianza en el Estado y fortalece la cultura de la violencia. Mientras las calles se llenan de discursos contra la inseguridad, las salas judiciales se convierten en refugios para quienes deberían estar enfrentando prisión preventiva. La seguridad ciudadana no es posible si la justicia actúa como cómplice pasivo de los agresores.
Urge una reforma judicial que no se limite a discursos ni promesas. Necesitamos un sistema que entienda que cada decisión que minimiza un acto de violencia es una sentencia anticipada para la próxima víctima. El cambio de ciclo significa romper este pacto silencioso entre la impunidad y el poder, para que la justicia sea, de verdad, un escudo para los ciudadanos y no una cortina de humo para los abusadores.